Una hermosa
joven caminaba por la playa con sus delicados pies de porcelana descalzos,
recolectando conchas que una vez pertenecieron a los pequeños
habitantes del mar. Las olas rompían suavemente sobre sus delgadas
piernas impregnándolas de sal y arena, además de mojando su
sencilla túnica de color crema. Esta cubría un cuerpo bello y
esbelto, unos brazos gráciles como garzas y un cuello de cisne. Sin
embargo, lo más destacado de su aspecto era su rostro aniñado y
dulce, tan puro y libre de mácula que encandilaba a cualquiera que
se acercase a ella. La muchacha cantaba con una voz de belleza
ultraterrena mientras bordeaba el arenal; su canto hablaba de lugares
recónditos que jamás se habían visitado, de dioses oceánicos que
quizá jamás hubieran existido... De todo aquello cuyos ojos,
pletóricos de inocencia, jamás habían visto pero que anhelaba
conocer algún día.
De pronto, la
muchacha cayó de bruces sobre la arena. No había visto un extraño
bulto en la orilla y sus pequeños pies habían tropezado con aquél;
enseguida sintió el tacto de la arena en su boca y el agua del mar
en su cuerpo. Se levantó de un respingo y comprobó qué era lo que
había provocado aquel pequeño incidente. Parecía un enorme montón
de algas arrastrado a la orilla por la marea, pero pronto descubrió
que aquello se movía. Con
una leve sacudida, empezó a arrastrarse a la vera del mar mientras
resistía con tenacidad los envites de las olas. Poco a poco, las
algas empezaron a desprenderse de su misterioso huésped y,
lentamente, la joven fue vislumbrando qué era en realidad lo que se
ocultaba bajo aquel manto vegetal. Primero vio sus patitas, pequeñas
y membranosas, desesperadas por huir de ella; después su cola, llena
de escamas y terminada en una única pluma, y por último su cabeza,
desproporcionadamente grande y coronada por un par de protuberancias
que algún día llegarían a ser majestuosos cuernos. ¡Era un
dragón! Sus escamas brillaban a la luz del Sol con los tonos del mar
y un atisbo de blanca crin recorría su espalda. A juzgar por su
tamaño, pensó la chica, debía ser una cría que se había separado
de sus padres. Sentía verdadera lástima por el destino que le
esperaba a aquel pequeño si nadie se ocupaba de él... Así que
decidió llevárselo a la aldea, donde le dispensaría el cariño que
necesitaba mientras trataba de encontrar a sus progenitores.
Sin
embargo, tratar de convencer al dragón de que se fuese con ella no
fue una tarea sencilla. En primer lugar, porque pesaba mucho más de
lo que aparentaba; y segundo, porque el desconfiado cachorro trataba
de escurrirse de sus brazos a la mínima, arañándole los brazos con
sus pequeñas pero afiladas garras y gruñendo amenazadoramente. La
joven consiguió inmovilizarlo a duras penas, y más penosa fue la
tarea de llevárselo a casa. Sin embargo, todo esfuerzo tiene su
recompensa, y la muchacha y el dragón llegaron por fin a la aldea.
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