jueves, 25 de abril de 2013

El Señor de la Marea (2)

Una hermosa joven caminaba por la playa con sus delicados pies de porcelana descalzos, recolectando conchas que una vez pertenecieron a los pequeños habitantes del mar. Las olas rompían suavemente sobre sus delgadas piernas impregnándolas de sal y arena, además de mojando su sencilla túnica de color crema. Esta cubría un cuerpo bello y esbelto, unos brazos gráciles como garzas y un cuello de cisne. Sin embargo, lo más destacado de su aspecto era su rostro aniñado y dulce, tan puro y libre de mácula que encandilaba a cualquiera que se acercase a ella. La muchacha cantaba con una voz de belleza ultraterrena mientras bordeaba el arenal; su canto hablaba de lugares recónditos que jamás se habían visitado, de dioses oceánicos que quizá jamás hubieran existido... De todo aquello cuyos ojos, pletóricos de inocencia, jamás habían visto pero que anhelaba conocer algún día.


De pronto, la muchacha cayó de bruces sobre la arena. No había visto un extraño bulto en la orilla y sus pequeños pies habían tropezado con aquél; enseguida sintió el tacto de la arena en su boca y el agua del mar en su cuerpo. Se levantó de un respingo y comprobó qué era lo que había provocado aquel pequeño incidente. Parecía un enorme montón de algas arrastrado a la orilla por la marea, pero pronto descubrió que aquello se movía. Con una leve sacudida, empezó a arrastrarse a la vera del mar mientras resistía con tenacidad los envites de las olas. Poco a poco, las algas empezaron a desprenderse de su misterioso huésped y, lentamente, la joven fue vislumbrando qué era en realidad lo que se ocultaba bajo aquel manto vegetal. Primero vio sus patitas, pequeñas y membranosas, desesperadas por huir de ella; después su cola, llena de escamas y terminada en una única pluma, y por último su cabeza, desproporcionadamente grande y coronada por un par de protuberancias que algún día llegarían a ser majestuosos cuernos. ¡Era un dragón! Sus escamas brillaban a la luz del Sol con los tonos del mar y un atisbo de blanca crin recorría su espalda. A juzgar por su tamaño, pensó la chica, debía ser una cría que se había separado de sus padres. Sentía verdadera lástima por el destino que le esperaba a aquel pequeño si nadie se ocupaba de él... Así que decidió llevárselo a la aldea, donde le dispensaría el cariño que necesitaba mientras trataba de encontrar a sus progenitores.


Sin embargo, tratar de convencer al dragón de que se fuese con ella no fue una tarea sencilla. En primer lugar, porque pesaba mucho más de lo que aparentaba; y segundo, porque el desconfiado cachorro trataba de escurrirse de sus brazos a la mínima, arañándole los brazos con sus pequeñas pero afiladas garras y gruñendo amenazadoramente. La joven consiguió inmovilizarlo a duras penas, y más penosa fue la tarea de llevárselo a casa. Sin embargo, todo esfuerzo tiene su recompensa, y la muchacha y el dragón llegaron por fin a la aldea.

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