domingo, 19 de mayo de 2013

Santa Ana (III)



Querida Santa Ana, que entre escarchas y diferencias aniquila un futuro incierto: 

En grietas de cartón escribo con sangre las memorias que mi alma, retorcida y nauseabunda, empezaría a redactar en las oscuridades de Londres. 

Es cierto que no todo es fácil en los tiempos que corren. Posiblemente, nunca lo haya sido, independientemente del año que apareciera el día uno en miles de pancartas y corazones de neón. Sin embargo, las mentes soñadoras, los bohemios artistas de gorra caliente bajo un edredón recién planchado, en sus mejores años de fugaz juventud, deciden cerrar los ojos al mirar al cielo. ¿Para qué? Saben que las nubes se fugaron hace milenios, y que las estrellas han ido muriendo y cayéndose al mar con el paso de los humos. Los pájaros ya no pían, sino que sus picos se desprenden de sus cabezas, tallando heridas en los ahora grises árboles. Las hojas se suicidan lentamente en el paso entre estaciones. El azul se tornó negro, devorando el resto del arcoíris. Y las aguas del mar nunca más serán cristalinas, y las profundidades seguirán por el resto de los tiempos inalcanzables.

Y, sabiéndolo, cierran los ojos antes de alzar la cabeza. ¿Tanto temen la realidad presente que intentan… desplazarla en el tiempo? 

Es absurdo. Está claro que la absoluta comodidad no es eterna, y que ésta no simboliza, ni mucho menos, un estado de felicidad realmente trascendente. Se vuelve su más absoluta prisión, durante años; un riguroso e inconsciente control lidera de un lado a otro sus vidas, sus pensamientos, sus ideales e ideas. Tienen una visión demasiado concreta, exacta, restringente de toda realidad que se pueda presentar ante sus ojos. Al negarse la vista, sólo pueden tocarla y sonreír. Pensando que es su visión, que es su vida. Que las cosas irán bien. Que todo cambiará, y que ellos, por ser ellos, verán las cosas de otra manera. 
Que, de alguna forma, son distintos al resto.

Pero realmente son más iguales entre sí de lo que alguna vez admitirían, en sus probablemente cortas vidas adornadas de gotas de alcohol. Porque, Santa Ana, te juro por cada gota de sangre tatuada en este fino y agonizante cartón, en este lúgubre callejón londinense lleno de niebla y gritos, adornado por las gritonas y celestiales voces de las niñas escondidas bajo las baldosas… que toda esa panda de críos no es más que el oscuro reflejo de la misma. 

Cada uno de ellos no es otra cosa que el espejo de cada otro. Tienen exactamente las mismas ideas, los mismos sueños, los mismos ideales, los mismos valores… y el mismo sentimiento de originalidad y diferencia entre sí. Se miran y se ríen los unos de los otros, sin darse cuenta de las burlas que se están haciendo a sus identidades. No se dan cuenta de que son muñecos en un estante, con el plástico teñido de negro. No pueden mirar afuera, y cierran los ojos. No pueden mirarse entre sí, y ríen. Se tratan como objetos, se dan un valor, dependiendo de sus “capacidades”, “cualidades”, como queramos llamarlo… y efectúan trueques, intercambios, con el resto de los juguetes, usándose como moneda. A ellos mismos. Su cerebro, su físico. Un todo en un nada. Una cara copia de unos ideales baratos. 

Y así van, despreciándose entre ellos; despreciando su propia esencia, su reflejo. Y miran hacia dentro con los huecos ojos con los que miran a ese muerto cielo, imaginándose una estela de colores y estrellas saltando. Aferrándose a las cadenas de esa demente comodidad. A sus ideas, a sus sueños, a sus talentos.
Aferrándose al resto, de una u otra manera.

Y mi cabeza da vueltas, y la sangre se congela por los vientos del norte. Mi mano está pálida, fría, marcada. Su pulso tiembla, y el cartón fenece ante la humedad.

Quizá le dé demasiadas vueltas. Quizá el alcohol me afecte. Quizá la acera no sea tan cálida como yo recordaba.