miércoles, 3 de julio de 2013

Dictátor (3)

En esa tarde mágica era apreciable un aire de ilusión infantil que se arremolinaba alrededor de un niño muy pequeño y delicado, pero del cual emanaba una fuerza y energía considerables.
Nada mas abrir sus ojos, bostezó abiertamente y se levantó de su cama de forma impetuosa. Se dirigió rápidamente a la pared y pulsó el botón que él bien conocía. En un instante su habitación se iluminó, mostrando los grandes ojos azules del niño, los cuales se cerraron y abrieron hasta acostumbrarse a la nueva potente luz. Su habitación era espaciosa y estaba decorada con diversos motivos exóticos que tanto le gustaban. Estos consistían en diferentes y numerosos signos, cuya procedencia no le inquietaba en absoluto, sino que no hacía más que rodearlo en un mundo mágico y desconocido. El niño se refugiaba en su imaginación, en las historias que el doctor Hwayt le contaba, que no hacían más que avivar su potencial de evasión. Ésta era su única garantía contra el aburrimiento que le producía el andar siempre por las mismas habitaciones de su residencia, imaginar que él estaba en otro lugar completamente diferente, donde podría saltar, volar y ser libre de ir adonde quisiera. Sin puertas, sin charlas aburridas, sin tantas horas en soledad...
Pero, sin duda, lo que más echaba de menos era la presencia de su padre. Éste solo aparecía en contadas ocasiones, las cuales se convertían en momentos preciados para el niño. Su tierno corazón necesitaba el amor de su padre.
Su ansia de conocer y la falta de cariño de su padre constituían pinchazos en su interior, produciendo un agudo dolor, solamente aliviado temporalmente por la pomada de la imaginación.
El niño se dirigió a la puerta y la abrió gracias a otro botón. Corriendo, atravesó el pasillo y fue abriendo las puertas que encontraba, chocándose inevitablemente con un cuerpo duro y provocando la caída al suelo del chico.
-Pequeño Bleyk, no deberías ir corriendo así, ¡podrías hacerte daño, como ahora mismo!- El hombre con el que Bleyk impactó le reprendió dulcemente.
-Doctor Hwayt, ¿no habrá olvidado mi cumple, no?- Bleyk sonrió abiertamente mostrando sus pequeños dientes.
-¡Claro que no!. Hoy cumples 8 años, pequeño- El doctor Hwayt emitió una sonrisa paternal, abrazando afectivamente al chico.
-¿Vendrá papá?- El rostro de Bleyk se iluminó notablemente, a la vez que su alegría aumentaba.
El semblante del doctor Hwayt adquirió un tono serio y a la vez triste.
-Me temo que tu padre se encuentra ocupado con un asunto de la máxima importancia- Los ojos del doctor se mostraban melancólicos- Pero él personalmente me dijo que te felicitara, y que le perdonaras.
Al principio la alegría que había profesado Bleyk se tornó en la mayor de las tristezas, pero al escuchar que su padre se había acordado de su cumpleaños, su tristeza disminuyó, y en su interior le perdonó la ausencia.
-¿Qué hará usted hoy, doctor Hwayt?-el chico le inquirió con sus recién aprendidos modales
-Lo siento mucho, Bleyk, pero yo también he de ausentarme pronto. No obstante, tengo un regalo para ti.
Bleyk sintió una creciente ilusión dentro de él, queriendo erupcionar como un gran volcán. Hwayt le ofreció una cajita, la cual fue inmediatamente abierta por el niño, para encontrar un brillante medallón verde, con un curioso y hermoso grabado en forma de triángulo.
-Espero que lo guardes durante mucho tiempo, cuídalo con todo el esmero que puedas- El doctor sonrió por última vez- Ahora tengo que irme, pequeño Bleyk, te veré mañana a primera hora para nuestra clase, y, de nuevo, ¡feliz cumpleaños!.
El pequeño niño se quedó solo. La soledad volvió a ser su compañera de juegos, como acostumbraba a ser. Su imaginación volvió a divertirle, y ahora tenía un nuevo objeto con el que proceder a ejercer su facultad evasiva. El tacto del medallón era frío, pero suave, agradable a las manos del niño.
Dirigió su mirada a la puerta por la que el doctor se había ido, y sintió curiosidad por saber qué se escondía detrás de ella. Inmediatamente se percató de que la puerta no estaba cerrada del todo, así que pudo colarse al interior.
Un pasillo del mismo color metálico conducía a otra puerta, pero esta era rígida, el niño no fue capaz de abrirla. Con decepción volvió sobre sus pasos, encontrándose con un pequeño panel rectangular de tamaño mediano. Su tacto era áspero, pero estaba tan descuidado que cedió al golpe de Bleyk. Al caer el panel, el ruido de un objeto cayendo por el túnel metálico le sorprendió, dándose cuenta de que era el medallón lo que caía. Su desesperación creció a medida que se adentraba en el túnel, ya que la oscuridad lo absorbió todo a su paso. Tocó algo que creyó ser el medallón, pero un ruido sordo le confirmó que no lo era, la superficie pasó a ser resbaladiza e inclinada y en un segundo el terror se apoderó de él, ya que no pudo evitar deslizarse a una velocidad vertiginosa hacia abajo. Cerró los ojos en el momento preciso, cuando notó cómo se suspendía en el vacío, cuando ya no distinguía la realidad del sueño, cuando en su estómago notó la inyección de adrenalina.
Cuando abrió los ojos de nuevo, ya no había oscuridad, sino que comenzó a distinguir luces, pero sobre todo ruidos ensordecedores que inundaban el lugar y machacaban los sentidos.
A su alrededor estaban bolsas y objetos rotos, cuyo olor no era de los más agradables, pensó el chico.
Tras recobrar ligeramente los sentidos, intentó moverse, pero sus miembros no respondieron a la orden. Sus brazos se movieron con dificultad, todo su cuerpo dolía, pero era su pierna derecha la que tenía más problemas a la hora de realizar su labor.
Consiguió levantarse de su posición fetal y caminar hacia el gran ruido, al concentrar su mirada al frente observó una serie de objetos flotantes que se movían a una velocidad considerable sobre un tipo de suelo que parecía diferente a las baldosas rotas que cubrían el lugar por donde pisaba. Detuvo su avance debido al dolor que sentía en la pierna, haciéndole incluso tocar de nuevo las baldosas con la mano. Vio personas pasar de largo, pero no pudo fijarse en los detalles, el inmenso dolor acaparaba toda su atención.
Fue entonces cuando escuchó una voz femenina.
-¿Necesitas ayuda, niño?¡Estás sangrando!-contrariamente a lo esperado, la mujer no alteró su tono de voz en ningún momento. -Voy a llevarte a un lugar donde estés bien- Cogió a Bleyk en brazos, lo cual no fue difícil.
La mujer se había fijado en las ropas de Bleyk nada más verlo, se había dado cuenta de que no eran ropas de pobre, pensó que si lo cuidaba debidamente, recibiría una gran recompensa de su familia, algo que necesitaba urgentemente para sobrevivir.
Desde ese momento la percepción temporal de Bleyk se distorsionó. Pasaron minutos, ¿o eran horas?...cuando recobró el sentido estaba ya tumbado horizontalmente y notaba cómo la mujer le curaba las heridas. Abrió los ojos para captar una imagen que se le grabaría a fuego. El techo de la habitación estaba hecho de varios metales, todos arrugados de una forma cruel, como si un algo los hubiera estrangulado. También abundaban los agujeros, pero fue la visión del metal del techo lo que le impactó más.
Cuando la mujer terminó de curarle las heridas, le dio un beso en la frente. Bleyk murmuró inconscientemente la palabra mamá, hecho ante el cual la mujer se sobresaltó. Debía referirse a su madre, no a ella, una simple desconocida, seguro que este chico había crecido en una buena familia, pensó. No obstante, la recompensa comenzaba a importarle menos cada vez que veía la cara del niño. Sea lo que sea lo que le haya pasado, este niño no se merece nada malo.
Bleyk se sumergió en un sueño pesado que parecía infinito, pero fue interrumpido. Un grito desgarrador de mujer estropearía su sueño para siempre.



domingo, 19 de mayo de 2013

Santa Ana (III)



Querida Santa Ana, que entre escarchas y diferencias aniquila un futuro incierto: 

En grietas de cartón escribo con sangre las memorias que mi alma, retorcida y nauseabunda, empezaría a redactar en las oscuridades de Londres. 

Es cierto que no todo es fácil en los tiempos que corren. Posiblemente, nunca lo haya sido, independientemente del año que apareciera el día uno en miles de pancartas y corazones de neón. Sin embargo, las mentes soñadoras, los bohemios artistas de gorra caliente bajo un edredón recién planchado, en sus mejores años de fugaz juventud, deciden cerrar los ojos al mirar al cielo. ¿Para qué? Saben que las nubes se fugaron hace milenios, y que las estrellas han ido muriendo y cayéndose al mar con el paso de los humos. Los pájaros ya no pían, sino que sus picos se desprenden de sus cabezas, tallando heridas en los ahora grises árboles. Las hojas se suicidan lentamente en el paso entre estaciones. El azul se tornó negro, devorando el resto del arcoíris. Y las aguas del mar nunca más serán cristalinas, y las profundidades seguirán por el resto de los tiempos inalcanzables.

Y, sabiéndolo, cierran los ojos antes de alzar la cabeza. ¿Tanto temen la realidad presente que intentan… desplazarla en el tiempo? 

Es absurdo. Está claro que la absoluta comodidad no es eterna, y que ésta no simboliza, ni mucho menos, un estado de felicidad realmente trascendente. Se vuelve su más absoluta prisión, durante años; un riguroso e inconsciente control lidera de un lado a otro sus vidas, sus pensamientos, sus ideales e ideas. Tienen una visión demasiado concreta, exacta, restringente de toda realidad que se pueda presentar ante sus ojos. Al negarse la vista, sólo pueden tocarla y sonreír. Pensando que es su visión, que es su vida. Que las cosas irán bien. Que todo cambiará, y que ellos, por ser ellos, verán las cosas de otra manera. 
Que, de alguna forma, son distintos al resto.

Pero realmente son más iguales entre sí de lo que alguna vez admitirían, en sus probablemente cortas vidas adornadas de gotas de alcohol. Porque, Santa Ana, te juro por cada gota de sangre tatuada en este fino y agonizante cartón, en este lúgubre callejón londinense lleno de niebla y gritos, adornado por las gritonas y celestiales voces de las niñas escondidas bajo las baldosas… que toda esa panda de críos no es más que el oscuro reflejo de la misma. 

Cada uno de ellos no es otra cosa que el espejo de cada otro. Tienen exactamente las mismas ideas, los mismos sueños, los mismos ideales, los mismos valores… y el mismo sentimiento de originalidad y diferencia entre sí. Se miran y se ríen los unos de los otros, sin darse cuenta de las burlas que se están haciendo a sus identidades. No se dan cuenta de que son muñecos en un estante, con el plástico teñido de negro. No pueden mirar afuera, y cierran los ojos. No pueden mirarse entre sí, y ríen. Se tratan como objetos, se dan un valor, dependiendo de sus “capacidades”, “cualidades”, como queramos llamarlo… y efectúan trueques, intercambios, con el resto de los juguetes, usándose como moneda. A ellos mismos. Su cerebro, su físico. Un todo en un nada. Una cara copia de unos ideales baratos. 

Y así van, despreciándose entre ellos; despreciando su propia esencia, su reflejo. Y miran hacia dentro con los huecos ojos con los que miran a ese muerto cielo, imaginándose una estela de colores y estrellas saltando. Aferrándose a las cadenas de esa demente comodidad. A sus ideas, a sus sueños, a sus talentos.
Aferrándose al resto, de una u otra manera.

Y mi cabeza da vueltas, y la sangre se congela por los vientos del norte. Mi mano está pálida, fría, marcada. Su pulso tiembla, y el cartón fenece ante la humedad.

Quizá le dé demasiadas vueltas. Quizá el alcohol me afecte. Quizá la acera no sea tan cálida como yo recordaba. 

jueves, 25 de abril de 2013

El Señor de la Marea (2)

Una hermosa joven caminaba por la playa con sus delicados pies de porcelana descalzos, recolectando conchas que una vez pertenecieron a los pequeños habitantes del mar. Las olas rompían suavemente sobre sus delgadas piernas impregnándolas de sal y arena, además de mojando su sencilla túnica de color crema. Esta cubría un cuerpo bello y esbelto, unos brazos gráciles como garzas y un cuello de cisne. Sin embargo, lo más destacado de su aspecto era su rostro aniñado y dulce, tan puro y libre de mácula que encandilaba a cualquiera que se acercase a ella. La muchacha cantaba con una voz de belleza ultraterrena mientras bordeaba el arenal; su canto hablaba de lugares recónditos que jamás se habían visitado, de dioses oceánicos que quizá jamás hubieran existido... De todo aquello cuyos ojos, pletóricos de inocencia, jamás habían visto pero que anhelaba conocer algún día.


De pronto, la muchacha cayó de bruces sobre la arena. No había visto un extraño bulto en la orilla y sus pequeños pies habían tropezado con aquél; enseguida sintió el tacto de la arena en su boca y el agua del mar en su cuerpo. Se levantó de un respingo y comprobó qué era lo que había provocado aquel pequeño incidente. Parecía un enorme montón de algas arrastrado a la orilla por la marea, pero pronto descubrió que aquello se movía. Con una leve sacudida, empezó a arrastrarse a la vera del mar mientras resistía con tenacidad los envites de las olas. Poco a poco, las algas empezaron a desprenderse de su misterioso huésped y, lentamente, la joven fue vislumbrando qué era en realidad lo que se ocultaba bajo aquel manto vegetal. Primero vio sus patitas, pequeñas y membranosas, desesperadas por huir de ella; después su cola, llena de escamas y terminada en una única pluma, y por último su cabeza, desproporcionadamente grande y coronada por un par de protuberancias que algún día llegarían a ser majestuosos cuernos. ¡Era un dragón! Sus escamas brillaban a la luz del Sol con los tonos del mar y un atisbo de blanca crin recorría su espalda. A juzgar por su tamaño, pensó la chica, debía ser una cría que se había separado de sus padres. Sentía verdadera lástima por el destino que le esperaba a aquel pequeño si nadie se ocupaba de él... Así que decidió llevárselo a la aldea, donde le dispensaría el cariño que necesitaba mientras trataba de encontrar a sus progenitores.


Sin embargo, tratar de convencer al dragón de que se fuese con ella no fue una tarea sencilla. En primer lugar, porque pesaba mucho más de lo que aparentaba; y segundo, porque el desconfiado cachorro trataba de escurrirse de sus brazos a la mínima, arañándole los brazos con sus pequeñas pero afiladas garras y gruñendo amenazadoramente. La joven consiguió inmovilizarlo a duras penas, y más penosa fue la tarea de llevárselo a casa. Sin embargo, todo esfuerzo tiene su recompensa, y la muchacha y el dragón llegaron por fin a la aldea.